sábado, 8 de mayo de 2010

Madurez del retoño (feliz día mamá)

Me preparo para una noche disco, mientras repaso la ropa que sale del cajón en estas circunstancias. Pienso entonces que nada se compara al despliegue que algunos otras y otras tendrán dentro de unas horas, cuando la pelota de espejos les haga girar la cabeza una vez más, sintiéndo que el espíritu de la diva despierta y se desenrosca como una serpiente magnética dispuesta a morder al primero que se acerque.

Hoy en la noche habrán algunas plumas distrayendo mis pasadas de plumero, lo sé, y también hartas lentejuelas avergonzando mi dieta de legumbres. Habrán despliegues de colores que harán palidecer mi polera rosa, y habrán contorsiones de lengua que dejarán en nada mi técnica francesa para besar. Habrán tantos varones que no temerán parecer mujeres y reemplazarán con gestos la faltas de redondeces de sus cuerpos, que no podré sino sucumbir ante el pulso setentero de estas orgías musicales.

Todo está en el origen. Cuando yo nací, allá por 1979, reinaba la fiebre disco y sonaba Chaka Khan que, acompasando las contracciones uterinas de mi mamá, le convencía decirse a si misma: i'm every woman. Claro que a esas alturas la seducción de su femeneidad virgen ya había pasado y, conseguido el premio, debía lidiar con las consecuencias de aquello. Ella no vio que ese pulso de energía que musicalizó mi alumbramiento se me debió transmitir por la placenta. Y ahora que lo pienso bien, no tengo culpa que años después -durante mi infancia- quedara encandilado con los diamantes de Rafaella Carrá o imitara las primeras coreografías religiosas de Madonna; mismos movimientos que durante mi adolescencia hubo que reformar mediante los modales del acólito y la constancia catequética mi vida espiritual, como para dejarla tranquila por varios años.

Gracias a Dios ese espíritu explotó un día y esforzó por recuperar las claves del placer per se, por no preguntarse más sobre la incompatibilidad de la religión y las ineptitudes asmáticas de mi infancia. De otro modo negaría las posibilidades infinitas de una vida adulta que ha logrado conquistarse a sí misma.



Entonces, por qué tendría que detenerme con preguntas e intelecto antes de entrar a la fiesta, antes de retroceder en el tiempo para recuperar esa herencia musical originaria. No debería tenerle miedo a competir con mi madre, resignificando el Edipo en una boa de plumas, escapando de semejante tabú con la velocidad de mis patines disco, espantando tamaña idea con el vaivén de mis caderas de negra, reflejando mis pensamientos enfundados en un vestido de lamé plateado.

Total el lunes vuelvo a trabajar de profesional estudioso. Y eso que de todos modos fue en la biblioteca donde comprendí las posibilidades orquestadas y evadidas que tiene la música disco, llena de cientos de instrumentos y violines para acompasar sin competencia alguna el baile sobre una pista de luces. Luego -por negación- buscaría seguir a los europeos que, adhiriendo a una austeridad de postguerra, desarrollaron el sintetizador y esperaron su propia revolución de música digital.

Habiendome sincerado podría regalarle a mi mamá esta adhesión a la realidad que me legó y esa búsqueda permanente de explicaciones sobre porqué no calzo con aquello que la enciclopedia dice de mi. Podría agradecer corporalmente que me haya parido en medio de una época disipada, como sumando bailarines de Donna Summer. Porque ahora que circulo por la calle escuchando electrónica finlandesa para escapar de esos recuerdos que buscan avergonzarme puedo hacer una consesión: total la discoteca me espera esta noche, mamá.

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