domingo, 11 de enero de 2009

Jose-fino

Una de las más potentes razones para no haber escrito el mes pasado, fue la fijada intención de cumplir todos mis propósitos 2008 sin pasar ninguno ninguno al año siguiente. Entonces, en diciembre, comprobé con pavor que marcaba rojo en el listado el lanzarme a la piscina cuanto antes, porque debía aprender a nadar si o si.

Verán, cuando ya creía haber resuelto todas mis precariedades físicas y cuando creía haber encontrado el erotismo prohibido de la clase de gimnasia (la misma que durante mi adolescencia fue sinónimo de una vomitiva cohibición) tener que enfundarse un bañador deportivo diminuto, obligarse a usar sombrerito de goma delante de un profesor y pasearse frente a toda la clase vestida en paños menores, era de lo más ansiogénico que podía haber. Pero la ética de la convicción es más fuerte, así que como varón de pelo en pecho, invertí tres semanas de mi libertad vespertina en este negocio, aun cuando eso significara despedirse de los after office justo en su mejor época.

Los movimientos sincronizados de la Noche de Divas y de tantas parodias sabatinas, se escondieron para siempre detrás de los pataleos desesperados que tuve que dar. Y es que la cabeza definitivamente traiciona la libertad, porque por estar tan pendiente sobre cómo mover los brazos, sobre como cortar el agua con las manos dibujando un cuchillo, la coordinación motora de las piernas y caderas definitivamente se fue a las pailas. O a la inversa: cuando conseguía propulsión de sirena movía los brazos como carretonero.

Esto no es como bailar seguro en una pista igualmente carente de oxígeno. El agua no es mi elemento, parece, pero no por eso voy a abandonar la idea de cruzar el Atlántico algún día y no temer morir ahogado si el avión se cae. Si así lo hiciera perdería toda gracia el querer llamarme Josefino, una versión bien maraca de la ballena inflable esa de los dibujos animados. Porque ser colijunto no es lo mismo que andar arponeado y eso no lo sabía cuando veía Pipiripao. Aprender a nadar, y en especial comprobar que no se aprende fácil, me hizo darme cuenta que otra vez me había refugiado sin quererlo dentro de la fantasía, todo con tal de evitar enfrentar lo límites del propio cuerpo.

Entonces la cabeza crece y crece y quedan tantos espacios entre neuronas que uno inventa tonteras como esta, nombres artísticos que nunca se van a usar. Porque la clase era para estar serio, como todo en la vida. El cuerpo es para educarlo, para civilizarlo con guantes largos. Y si no hay algún ahogo que te detenga, nunca podrás ver que la cosa es tan desbalanceada como la masa de un cetáceo comandada por la voluntad de un niño.

Para el final del mes de diciembre, yo todavía no aprendía a nadar como en las películas. Pero en mi propio film mental, había aprendido una vez más que toda la siutiquería que me persigue es tan compensatoria de mis temores como ha de ser el automovil deportivo de un petizo o las tetas sobredimensionadas de una tonta artificial.

Yo no quiero ser ninguno de los anteriores. Por eso deberé seguir ejercitando aunque sin dejar de escribir. En la discoteca, en el ruedo declarativo, en las discusiones domesticadas y aun en la piscina. Para ser un hombre más fino no basta saber francés. Requiere precisión y crueldad balleneras para cazar ese cuerpo azul que siempre nos mueve por debajo del agua.

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