domingo, 28 de octubre de 2007

Distinciones Zoológicas

Al Pobre Leno, lo tienen encerrado en una templada prisión de vidrio. Expuesto como criatura cumple el propósito didáctico de representar-se ante los peatones de una ficticia ciudad. Como en todo zoológico, lo que finalmente enseña es una pedagogía de lo salvaje, una suerte de recordatorio de la ligazón con nuestro pasado evolutivo, una distinción con nuestros procesos civilizatorios.

Tal clase de guiño es el que cita esta canción de Röyksopp del 2003, pieza recurrente de la pista de baile y que no fue sino hasta ahora cómo supe que se llamaba. No pocas veces me dejé llevar por su pulso eléctrico alguna noche y la particularidad de esa vocalización que se cantaba así como con pena. Eso, porque era casi como una analogía de algunos días invernales que pasé solo en casa.

Con la gracia de youtube pude conocer el video. Me di cuenta que la asociación con el invierno era completamente factible; en parte porque la ternura que podría expresar la prisión ártica fácilmente podría ser la angustia de mirar a través del cristal una versión infantil de nosotros mismos. Y es que el zoológico, como album de fotos animado, tiene esa carga afectiva. Cabe recordar nuestros paseos de colegio al San Cristóbal, para ver a la elefanta Fresia y el oso polar, y pensar qué nos pasaba ante semejante espectáculo. Ahora de grande es cosa de ver a los niños un domingo allá y acordarse.

Digo esto también por experiencia, porque hoy tengo un hermano que -en serio- trabaja de domador de un lobo marino en el zoológico de Buin. Las piruetas del animal son la delicia de todos, incluyéndome. Nadie queda incólume ante la aparente humanidad de los animales, ante su agraciado entendimiento de nuestro lenguaje, ante su bosquejo de razonamiento para acatar órdenes. Como si nosotros no fuéramos mamíferos en último término e hiciéramos algo muy diferente. Como si nuestras costumbres no estuvieran asociadas a satisfacer necesidades básicas que permiten después leer las necesidades sublimes. Como si nuestro lenguaje y conducta no fuera fruto de una pura respuesta evolutiva ante las condiciones de vida.

¿Cómo se entiende entonces que un par de noruegos de Tromsø , ciudad que no ve el sol en más de dos meses, usen timbales tropicales para sobrevolar una nevada cordillera escandinava? Y es que los códigos de la globalización, al apelar a estructuras comunes de los hombres, permiten el uso de sonidos fuera de su contexto de sentido más inmediato aunque sin perder del todo su ligazón original con la naturaleza que los ve nacer. Cabe recordar una vez más que la civilizada electrónica alude y busca siempre una conexión con las pulsaciones internas del cuerpo, llevando el ritmo inductor del trance que puede o no requerir drogas para estos nuevos usos rituales. Eso también representa, a la larga, la anulación de la diferencia que estas piezas tratan de inducir. Y es que en la pista de baile como en la selva, supuestamente, todos somos iguales.

Pero nuestra humanidad se encarga siempre de sumar distinciones y convertir también esos espacios en un lugar dominado por las categorías de la exposición pública. Y lo que podría ser hasta terapéuticamente valioso, el catalizador del ser natural al final de la semana, puede transformarse en un asunto de consumo ineludible, de clasificación del comportamiento y la anulación de la naturaleza en la cultura. Si no, es cosa de darse una vuelta por cualquier boliche de la farándula, el circuito gay o los bares de la intelectualidad roja, donde todo adquiere connotación discursiva de una u otra forma.

Entonces, nos rendimos frente a un nuevo tipo de distinciones zoológicas, que requieren silencio y observación para no caer siempre ante la misma clasificasión forzada de todas las realidades, incluso las más obvias sobre nuestro baile, nuestros brindis, nuestra ropa, nuestras pulsiones y nuestras inclinaciones genéticas que se exhiben en el zoológico urbano. Silencio, y no pasmo, para mirar nuestra esencia sin tener un cristal de por medio.

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