martes, 16 de octubre de 2007

Ciudades Imposibles

Estuve el fin de semana en una ciudad imposible. Al menos en lo que respecta a la posibilidad de hacer la vida allí. Devaluación del dólar mediante, al menos tuve la posibilidad de pisar el suelo argentino sintiéndome nuevo rico, escuchando música en formato mp3 llevando por compañeras las sensaciones santiaguinas bajo el umbral de una arquitectura impresionante.

Y es que la escala de las cosas es muy diferente para querer compararlas. Acostumbrado a estudiar la escuela europea de urbanismo, Capital Federal tiene todo aquello que enriquece el espacio público y elimina esas odiosas segmentaciones que los chilenos solemos pasar por alto. Claro, de ser un roto acostumbrado a aspirar tener una capital como si Chile fuera California, probablemente lo que más llamaría la atención de estos viajes sería lo botados que están los precios de la ropa y los muebles. Porque los libros quedan para el snob del Parque Forestal que compra pan montado en una bicicleta rosa usando boina Burberry (espectáculo con el que alguna vez tropecé).

Pero para mí la cosa es diferente. La idea de ciudad moderna, el equilibrio enervante entre anonimato y presencia, resuelve un proceso de individuación bastante distinto al que tendría lugar en alguna bucólica campiña. Porque al ser todos advendizos, al dejar de residir en la tierra heredada para trepar al cielo en edificios cada vez más altos, tenemos el espacio para expresar ideas que se modifican tan rápido como las comunicaciones que pueden tener lugar en esta suerte de gran plaza pública reconvertida. Y he ahí que aprecen callejones en medio de la trama de conversaciones infinitas. Y he ahí que se construyen edificios pretenciosos que no quieren ser pasados por alto. Mas, he ahí también humildes rinconcitos que no compiten entre sí más que en la oferta de lugares que nutren su planta baja con comida, ropa, artículos ferreteros o casa de moda; todas cosas que no podemos producir en la casa hace un buen tiempo y que los porteños se han encargado de asumir con nobleza.

Entonces, en una ciudad imposible, el ritmo de los pasos no alcanza para recorrerlo todo, aún en la vida entera. Se dice que si uno quisiera comer todos los días en un restaurante diferente en Nueva York tardaría 66 años. No sé como irá la cosa en Buenos Aires, en Santiago o Valparaíso, pero al terminar la ronda planificada ya la oferta sería distinta y nucna podríamos ser todo lo urbano que quisiéramos ser.

Y sin ser un siútico creo que es de las mejores experiencias de la vida poder conocer esta complejidad completa más allá del turismo puro. Y es que tuve la suerte de contar con un gran amigo que me mostró otros recorridos, a pesar de mi mareo neuronal forzado por intentar representar la trama del mapa en el territorio que finalmente tenía que ver, degustar y oler. Y es que Google Earth nos abre la puerta a los inquietos por conocer otros lugares a bajo costo, pero las historias que se escriben en el anecdotario urbano no se conocen a menos que se vivan. De ahí que lamente haber perdido la tradición del diario del viajero. Pero puedo usar este blog para intentar plasmar justamento aquello que hace imposible la vida en una ciudad grande como aquella: dejar memoria de lo que tanto estímulo aburmador finalmente no anula al hombre sino que puede engrandecerlo.

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