jueves, 3 de agosto de 2006

Accidente de tránsito

Hoy en la mañana experimenté toda una novedad en mi caminata hacia el metro. Han pasado ya algunas semanas desde aquel día que creí estar metido en un video de The Verve, para dar paso al goce la capital aletargada por el invierno que llegó. Por la misma razón caminaba concentrado en el sonido de mis zapatos por la acera humedecida, mientras me recogía dentro de mi abrigo apurado por llegar al metro antes de esos cinco minutos que, diariamente, antes de las nueve, congestionan a tal punto el andén que no hay manera de evitar renunciar a mi privacidad.

Concentrado de esta forma, me vi sorprendido por el ruido estridente de una frenada terrible de una camioneta gris justo a media cuadra de donde me encontraba. Segundos congelados después, un automóvil rojo era embestido por el costado del copiloto, y tras un breve sobresalto siguió su rumbo inicial hasta detenerse metros después mancillado por un tremendo boquerón.

Toda la esquina, muy trasitada a esas horas por estudiantes y profesores de la academia nacional, se concentró en el accidente y rodeó la embestida. Yo caminé más lento y, al igual que el auto rojo, pareció ser que esta escena me golpeó por un segundo, pero no lo suficiente como para reducir la inercia de mi caminata y la preocupación por cumplir el itinerario. Pasé por el lado del choque y pude ver que ninguna de las conductoras había resultado herida. Ni siquiera entraron en estado de histeria. Claramente el auto rojo, culpable por saltarse el disco pare, se había llevado la peor parte y mientras su ocupante era sostenida por un tipo joven, la otra involucrada miraba su parachoques destruído.

Mis pasos seguían menos apurados, pero insistentes al fin. Metros más allá escuché a un tipo llamando por celular para reportar el incidente. Tenía voz de teletipo y se paseaba por la esquina con paso lento. No supe si llamaba a la ambulancia (cosa innecesaria por cierto)a carabineros o a un periódico.

Pasé la esquina y veía como de las ventanas vecinas muchos mirones opinaban sobre la creciente congestión que la camioneta detenida provocaba. Seguí media cuadra y veía como alguna gente dejó de atender al choque para volver a su rutina. Ciertamente la cosa no fue grave, pero me hizo pensar cómo operan estas conmociones urbanas.

Alguna vez, en unas vacaciones en el campo, me contaron como gran cosa que meses antes una camioneta de una minera había golpeado accidentalmente un carretón con sandías. No hubo heridos ni muertos, pero las lesiones la sufrío la honra de la señora Enriqueta a quien se le vieron las enaguas por caer de poto sobre el camino. También se constató la pérdida del cargamento en boca de perros, gatos, caballos y pájaros que salieron hasta debajo de las piedras. Algo parecido ocurrió con los curiosos de hoy. Siempre la rutina los había tenido escondidos en sus quehaceres y nunca los había visto.

Yo me imaginé por un instante que poseía cierta omnipotencia como para actuar de modo semejante a los médicos de ER, arreglando todos los huesos rotos que hubieran podido quedar. Nadie lo necesitaba y dudo que me hubiera arrojado a dominar la situación, a sabiendas que implicaba dejar descuidado el maletín o manchar el abrigo nuevo. Ante tal magnitud de autorreferencia me acordé de esa clásica sentencia de vieja: "todo el mundo miraba pero nadie hizo nada!!". Vivo a tres cuadras de una estación de bomberos, a diez de una posta de urgencia, a dos de una autopista que en cinco minutos nos lleva a los canales de televisión. Toda esta complejidad me acostumbró a suponer que habrán organismos especialidados en atenderlo. Es como los glóbulos blancos del cuerpo humano que actuan según su propio orden.

Yo podría acreditar la gestión de la institución donde se formaron los paramédicos, pero mi acción reparadora tendería a cero. Esta novedad en la rutina me hizo ser conciente de todo esto y cómo la sociedad podría aprovechar el evento. El profesor de física del colegio de monjas podría explicar vectores e inercia. El psicólogo de la universidad vecina calmaría a la conductora embestida. El agente de seguros correría las tres cuadras que nos separaban de la Alameda para certificar el choque. El tipo del carrito de confites podría satisfacer el hambre de cabritas de los mirones que veían esta secuencia de acción tan cinematográfica. Y yo podría calmar mi conciencia por no haber atendido al susto de los concurrentes para concentrarme en pensar como la filosofía hubiera explicado este acontecimiento.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pablo: en estos casos de accidentes ya sean menores o mayores, siempre tiendo a damelas de autista, que ninguna de estas pequeñeces empañe mi caminata glamorosa... aunque debo reconocer que me consume la culpa no andar recogiendo a las viejitas que se cae...