lunes, 10 de julio de 2006

Pulsión burguesa

Se supone que la educación siempre obliga pensar dos veces las cosas antes de decirlas. Esto es tremendamente cierto, especialmente en algunos espacios de interacción como el trabajo, la academia, la formación de personas u otros.

En ellos, claramente es posible reconocer que toda comunicación tiene una estructura de sentido limitada. Esta sensación, por oposición, se asocia a aquello que todos hemos experimentado en cuanto todo mecanismo represivo dentro de una conversación generará por definición algún mecanismo de escape. Todos hemos tenido la experiencia de querer decir algo y no poder hacerlo. Toda pulsión vigente en lo que expresamos tiene un vehículo verbal o paraverbal, como una condición fundamental de existencia.

Reflexionando sobre los países árticos, de alguna forma, pude entender que la observación retirada del mundo olvida que la necesidad humana se expresa sin pausa; justo en aquel instante que el observador deja de mirar para recordar que está vivo. De ahí que es posible sostener que este regreso se relaciona con el tánatos, en la medida que adquiere alguno de estos dos valores: la ira, la agresión de sentirse silenciado; o la melancolía, el impulso de muerte que sobreviene de sentir el mundo real como una amenaza.

Alguna vez escuché a una psicológa que trabajaba en sectores populares, que la gente más sencilla (concepto que no me gusta y que en su minuto no dije) siempre sufría de menores ataques de ansiedad en la medida que expresaban con mayor libertad sus pulsiones. Quienes hemos pasado por la educación formal, especialmente religiosa, sabemos como el cuerpo se acostumbra a sublimar algunos ataques de rabia o de miedo, apelando a la trascendencia que siempre debe concretarse en lo inmediato. También sabemos como a partir de esta instrucción espiritual y corporal, se siente el verdadero llamado a atender a los más necesitados a partir del propio pecado convertido y sanado. No quiero decir con esto que no crea en la virtud de sobrepasarse más allá de la necesidad y la conciencia neta de la misma, ni que buscar la genuina comprensión y salvación del otro sea una causa perdida; pero creo que de alguna forma la moderación burguesa nos conduce a esta resignificación del impluso que la cultura valida y que impide ver la dignidad del enojado.

Me cuesta entender esas pataletas ajenas, las expresiones no calculadas propias de los pobres; ya sea en formato de música vulgar, el poco acomodo de las guaguas colgando al subir a una micro, el endeudamiento excesivo del pueblo que hace comprar hasta el pan a crédito, o la llamada telefónica a "Hola Andrea" para ventilar la intimidad enojada. Pero he ido rescatando el orgullo oculto que tiene toda esta expresión, al entender que Coldplay, Mandalay o Keane no suena ni se entiende en esos lugares; y solo se comprende en la soledad lluviosa de mi departamento, donde enviciarse con mantener el registro helado de la música es la manera de evadir el deseo agresor cubierto por la prudencia exigida para mantener el statuquo. La ira colorinche la población no es entendida desde la melancólica enajenación burguesa, donde el rezo latino no entiende la propia pobreza exigente y el deseo profundo de tapar la fragilidad buscando fortaleza ilustrada, orden ordenado de vida, decoración minimalista y austeridad melancólica.

Experimentando en plenitud todas estas situaciones, nada de lo que escribo pudiera ser cierto, por lo que más preguntas que respuestas surgen de esta reflexión: lo que es lo mismo que mantener la melancolía en vez de golpear afirmaciones con ira. Una vez más resulta difícil empatizar con la pobreza.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Comentario banal
Pablo:
Déjame decirte que me preocupa profundamente que hagas tanta referencia a los países nórdicos, en que estas pensando? Ni se te ocurra irte a esas frías tierras...