viernes, 30 de noviembre de 2007

Pasajera vida

Se murió el abuelo de una gran amiga. Y asistí a un funeral donde nadie tenía pena. Y es que el muerto se fue tranquilo.

Aun así no pude dejar de extrañarme. Sé que los años educan las pulsiones y nunca más se llorará como cabro chico. De grande, uno solo puede aprender a ejercitar la presencia muda, cuando el dolor recuerda qué tan angustiosa es la soledad. Y entiendo porque los funerales reunen a los perdidos, a los que guardan silencio frente a este vacío. Porque algo difícil de describir, algo más allá de la conciencia de la propia vida, nos hace reconocer esa fragilidad de la existencia por algunos segundos, urgiendo la búsqueda de respuestas sobre que nos espera después de este tránsito.

Quien murió era católico y de la misma manera que yo morí alguna vez al catolicismo, nadie podía contestar qué venía después. En mi caso no es que dejara de creer en Dios, sólo era que no me conformaba con las respuestas que la vida eterna encomendaba a la vida presente. Intuía que la verdadera sabiduría se alcanzaría cuando ya no viviera, y experimentara aquello que es imposible de conocer con los sentidos. No obstante, en esa dualidad, la pregunta por el sentido de la muerte puede convertirse en un laberinto eterno. Y la certeza es algo que se vuelve soberbio en alguno de sus rincones.

Acá rezamos para llegar bien a la próxima estación y los dolientes piden clemencia si el fulano no se fue con todos sus asuntos al día. Porque no siempre se asiste a funerales como este, donde lo que se agradecía era la existencia alegre de un hombre que dio vida y crió una familia entera.

Mas, todos los que me acompañaban tenían su cuota de perjuicio. Con todos discutí alguna vez. Con todos supuse que tal santidad no existe. Y siendo así, detuvimos la cadena de la vida, al menos en lo que sabernos vivos refería. Ahora bien, creo que la cicatrices quedan para siempre, y en eso tengo experiencia. Pero es que la vida del hombre amerita esos tropiezos que parecen una pausa en la vida blanca. Las oscuridades, las detenciones del aparente torrente vital, no son sino una reconversión de la esperanza.

La naturaleza nos enseña que nunca todo está completamente vivo o completamente muerto en un determinado cuadro. En el funeral con risas de ayer, había un difunto pero docenas festejándolo. Había un Señor resucitado en medio, parece. Aún así, los compañeros teníamos a la muerte encima nuestro.

Suena escabroso, lo sé, pero el pelo y la piel que nos cubren en verdad están sin vida. Todo lo que nos cubre es una capa que dejó de alimentarse de nuestra sangre, que se sacude como polvo en la ducha que inaugura cada mañana. Evidencia por tanto que aquello que no se detiene es esa pareja entre lo que se vive y lo que se muere, cada uno permitiendo que exista el otro.

Y sabiendo que por eso era imposible tener pena, me pregunto qué pregunta cabe hacerse al adentrarse más allá.

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