lunes, 25 de junio de 2007

Otro invierno afuera

No tengo manera de contarte sobre cómo funcionan las cosas en este país de sombras largas. Sé que el frío puede indicarnos aquel momento en que el sol ha decidido caminar escondido, arrastrándose pálido en el horizonte.

Es por eso que los días son más cortos, y nuevamente este año pudo la nieve instalarse cerca de la ciudad. Y otra vez, niño rico, la música que compartimos me acompaña más allá de mis audífonos, flotando con la luz esquiva que atraviesa mis cortinas. Sin embargo, parece no hacer mella en tu alma congelada. Cuando estuvimos juntos era verano, y el año recién venido arreciaba en transparencias y sudor. Paradojalmente, el sol estaba tan arriba que no se metía en mi dormitorio, ¿te acuerdas? En cambio ahora, por andar cabizbajo, se inmiscuye en los rincones de la casa y de haber permanecido acostados nos hubiera podido espiar, sin entender porqué estamos juntos.

Porque sé que estando solo puedo disfrutar de la ciudad con olor humedecido, de los techos recién lavados y de la distancia distorsionada por la niebla. Contigo, el frío sería distinto. El ritmo de las estaciones, el cambio de los sentidos, las hojas mojadas bajo mis pies, son una cosa que no puedo explicarte, que no puedes entender encerrado en tus ideas secas de acomodo, en tus condecoraciones vaticanas, en sed por reverencias del que no te conoce y en el temor negado de abandonar tus privilegios.

¿Y quién querría hacerlo? piensas. Si de alguna forma vives seguro el invierno, caliente bajo las piernas de otros que temen lo mismo que tú. Yo ya no quiero eso, rendido a los mareos que me arrastran lejos de nuestros recuerdos. Y me quedo tranquilo en un universo de libros paganos, imágenes y música digital que distrae mi propio vértigo. Quizás sea ese el lugar que me permite atender los arrebatos del clima, manejar con cuidado los cambios afuera de mi ventana y esperar otro verano más según mi propia voluntad.

Tú, en cambio, esperas el calor reventado en tu bienestar. Lo extraño es que a veces te extraño. Cuando eras más desarmado que ahora, cuando no sabía qué decirte e intentaba cambiarte a toda costa. Porque hoy, encumbrado en tu casita ajena, ya no te puedo ver de verdad. Es difícil que puedas mirar por mi ventana de barrio envejecido y luchar por vivir en una ciudad que a veces no nos quiere, pero que hay que conquistar.

Si no puedes ver como las calles se entumecen, y se callan para escuchar la promesa de otro verano, si no pasas frío de verdad aunque sea una vez al año, si no mandas a la mierda a todas las pitucas que adornan tu mundo, si no estás dispuesto a quedar mal con Dios aunque sea un ratito, no vas a entender por qué te digo esto.

De alguna forma, dar la vuelta de nuevo y mirar como las cosas han sido blanqueadas al otro lado de mi ventana me hace estar seguro que los pasos han sido correctos. Porque el frío de fuera es algo que esperaba, que extrañaba en el compás regular del mundo; el mismo que no se compra con tu dinero, el mismo que se aprecia cuando se ha visto las cosas de una manera diferente. Al final, observar el mismo paisaje es diferente al hacerlo desde dentro, sin palabras de biografía asegurada, respirando con Santiago buscando cumplir un año más.

Y los treinta míos serán diferentes a la permanente adolescencia tuya, eso es seguro.

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