miércoles, 6 de septiembre de 2006

Próxima salida

No es el título del siguiente panorama nocturno. Tampoco se trata de otra declaración solidaria de género. La próxima salida está ubicada en la autopista que se construyó fuera de la casa de mis padres.

Por definición, estas arterias son largas franjas de cemento que serpentean sobre la geografía de una ciudad, deslizándose de un modo singular sobre el entramado que cruza. De manera más docta es "una vía de tránsito para vehículos motorizados, separada de la circulación exterior". Muchos arquitectos no dudan calificarla como un no-lugar, porque en verdad, ningún punto de aquella constituye en si mismo un espacio que genere identidad. Todo lo que se expresa es volumen en movimiento constante, que adquiere ribetes prepotentes al volver anónimo todo lo que la rodea.

Otrora los puentes en la ciudad servían para cruzar los ríos, canales o ensenadas y permitían, con mayor o menor logro, descubrir la prestancia del accidente geográfico en cuestión. Sin embargo, la autopista que atraviesa la ciudad mediante infinitos puentes, tiene la tremenda incoherencia de negar todos esos lugares al mismo tiempo. Eso, debido a que está hecha para prestarle utilidad a todos los que deben cruzarla de punta a cabo, sin perder el tiempo de recorrer sus detalles pisando el freno.


Porque no obstante la crítica, la velocidad es su punto a favor. La vida moderna obliga y la ortodoxia urbanista no puede negarlo. No por nada las nuevas postales citadinas adquieren el brillo permanente de los autos desplazándose hacia el desarrollo. Estos ríos artificiales han cobrado mayor vigencia para muchos cuadros de la estética actual y un enlace de autopista puede ser fácilmente telón de fondo para cualquier video clip. Siempre apelando que el tránsito por ellas tiene un sentido de libertad diferente.

El problema reside en el abandonado anhelo de apropiación. Porque estas calzadas de hormigón constituyen un muro terrible que mancilla todo un barrio. La identidad de los mismos, sus nombres, sus lugares, desaparecen en la señalética apurada del conductor, para quien una esquina no es más que otro accidente que se deja atrás con total opacidad.

La casa de mi adolescencia ahora está escondida detrás del desvío a San Antonio. Del nombre de las calles que recorriera para comprar el pan, o bien del cruce polvoriento que recién llegados nos permitía cruzar al potrero del frente, no queda nada. Ahora de adulto vivo en un barrio separado del centro por una zanja apurada por donde también corre el metro. Como buen transporte público va más lento que el vehículo privado junto a él. La ironía es que me siento orgulloso de vivir en un lugar con tamaña ingeniería, como probablemente muchos santiaguinos también lo sienten.

Cuando un terremoto en 1994 rompió los puentes de Granada Hills en Los Angeles, miraba las noticias y pensaba que eramos unos picantes por no contar más que con pasarelas de madera y avenidas de adoquines sueltos, que un sismo ni se inmutaría en molestar. Ahora tenemos imágen californiana, y no importa cuanto del barrio viejo debió ser expropiado por esta circulación de fantasía. Porque con esto hicimos una concesión al renunciar a los recorridos de escala humana.


La ciudad se rinde al sistema acelerado procurando el anonimato, y cuando el atardecer enciende los faroles de los vehículos que no se detienen, me hipnotizo un poco más con la vida moderna, donde la rampa de salida que quedó en Maipú se vuelve otro accesorio más.

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