lunes, 10 de septiembre de 2007

La Marea Alcohólica

Celebrando el fin de semana con un par de grandes amigos, la levantada del domingo me expuso nuevamente a uno de los fenómenos a los que mayor temor he desarrollado. No le he buscado un nombre científico, que de seguro lo tiene, quizás con el afán de recluirlo en mi existencia corpórea, tantas veces descuidada.

Lo he llaamdo simplemente marea alcóholica. Seguro la han padecido. Usualmente, el bebedor ansioso del sábado por la noche olvida que el cuerpo se deshidrata de la misma forma que uno reemplaza alcohol por agua. Y el cuerpo pasa la cuenta con caña prendida al día siguiente. Y mientras más lento es el metabolismo, más tiempo tarda en completarse la renovación de aguas del mar interior y el dolor de cabeza se instala sin remedio.

Un viejo secreto me dice siempre antes de dormir, que más vale la pena abarrotarse de agua como último trago (y parecer bomba de agua) frente a padecer el delirio apretado del domingo piturriento. Y me ha resultado efectivo hasta ahora. Lo que sí, me regala la falsa ilusión de pureza interna: siempre después de un rato, por razones que todavía no adivino, vuelvo a sentir una leve borrachera infesta, un mareo inconveniente, y un desgano fermentado que me quita la alegría dominical.

Y esa es la marea alcóholica: esa reposición del sabor del alcohol en la sangre, consecuente con la subida del sol, la bajada de mi cuerpo al limpiar la casa (no es buena idea barrer colillas antes del mediodía) la síntesis de etanoles forzada por la palta sobre la tostada del desayuno. Y se siente como un baño interno: lo que parecía seco y seguro, es de repente vulnerado por el recuerdo de la bebida pasada. Y uno se marea como cuando está en el mar. Se seca la boca y se delira como si bebiera agua salada. Porque ya no están lo amigotes. Ya no hace tanto frío como anoche. Ya no suena la música tarrienta que apura el corazón y apaga la cabeza, esa que ahora se esfuerza desmesuradamente por recordarnos que está ahí, que a veces duele, que no le gusta tomar.

Y a veces me dura todo el día que incluso el pebre en casa de mis padres tiene gusto a ron.

Pero he descubierto que se puede engañar, siempre y cuando se recurra a la misma técnica que el mar en plenilunio. No hay que forzar a la gravedad, ni acelerarse, y hay que evitar que el tanque de alcohol se desborde hacia arriba por volver a acostarse después de la levantada inicial. Como todo líquido, no se mantendrá recluido en un recipiente sin cerrar y zangoloteado por la rutina diaria. Se vacía de nuevo hacia dentro y ahí la cosa pinta fatal.

Porque si uno quiere seguir celebrando y rendirse otra vez a lo placeres de la carne, hay que recordar que como la marea, el alcohol siempre sube y baja, y lo mismo que se celebra, se debe descansar. Septiembre es mes propicio para recordarlo. Y conocido el ciclo, el resto es pan comido (o vino tomado)

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