jueves, 5 de abril de 2007

Santa Semana

Camino al trabajo pude leer una frase que me llamó mucho la atención. Estaba escrita con pintura sobre la piedra colorada de la Iglesia de San Francisco. Rezaba así: ¿Cuánto se demora tu jefe en tomar la micro? No al Transantiago. Seguramente había sido escrita en alguna de las manifestaciones de la semana pasada o ayer mismo, donde los pingüinos rearticularon su caminar del año pasado. Para todo el mundo que pasa por allí, los que escribieron eso son pecadores resentidos y delincuentes.

En un contexto convulsionado por el cambio en el transporte, se hizo evidente que más allá de los problemas de viaje dentro de la ciudad, lo débil del marco legal con que esto se implementó o lo excesivamente tecnocrático del diseño de recorridos, lo que verdaderamente destapó Transantiago es como la vida en la capital puede ser vivida con tanta diferencia.

Sostengo que cada ciudadano puede hoy en día visitar un mall el día domingo (cada uno con su target demográfico) y en esa comunidad de consumo se anulan otras pasiones. Pero cuando se trata de la vida cotidiana la cosa es distinta. Transitar por Santiago revela como diferentes ciudades se limitan entre sí. No hay fronteras explícitas pero si culturales. Y es que poca gente verdaderamente puede desenvolverse en todos los espectros.

Cualquiera que pueda hacerlo, construye un mundo a su imagen y semejanza. Esa es una de las cualidades que Dios nos entregó en la creación, creo. Y así como se entiende el mundo, se crean guettos mentales. El católico acérrimo divide el mundo según la fortuna y el sufrimiento, donde el favorecido se debe hacia la pobreza. El capitalista mundano, cruza la congestión ajena volando en helicóptero a la oficina. El marginado (y no se si a estas alturas es por voluntad propia o por definición comunitaria) observa como estas cosas pasan fuera y raya sobre ese orden, incluso al ser usuario del sistema. O acaso los manifestantes del centro se fueron a pie desde sus hogares?

En la televisión el cura Berríos llamó a encontrarse con la pobreza y reconocer como Semana Santa simboliza esa muerte del mal y la resurrección a la vida que promete Cristo. Y yo creo en eso a pesar de mis dudas. Y asumiendo el aburguesamiento de mi vida última, y el desprecio que a veces me embarga contra el flaite o la gente vulgar, me pregunto cuanto hay de defensa en aquello y cuanto estaría dispuesto a comprar un auto para evitarme el asfixiamiento del metro.

No lo hago ahora engrupido con el tema de ser un serurbano. Uso la micro escuchando de fondo música helsinguina. Puedo imaginar que Santiago es un poco europea y con ello darme por satisfecho por estar arriba en el mundo.

Quizás mañana mi profesión me permita ser jefe y con ello comprar un auto. Sin embargo, creo que la responsabilidad que nos cabe en el futuro es no incrementar esa diferencia de categorías que todos los chilenos nos hemos encargado de definir. Porque alguna vez fui inocente y no entendía que otros padres pudieran llevar de vacaciones a sus hijos fuera de Chile. Hoy no entiendo como alguien no se esfuerza por viajar. Negar la existencia del otro, en esa reflexión, es matarlo un poco y subirme al carro de la razón pura. La resurrección no está en resolver el conflicto de la frase escrita sobre el templo, y esperar que el león no devorará al cordero.

Esa imagen de mormón nunca aterriza en la realidad. La vida está en comprometerse con lo que ahora pasa.

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