martes, 3 de abril de 2007

Miopía existencial


Tuve que comprar un par de anteojos nuevos. Usualmente tengo dos, para contar con repuesto en caso de emergencia. Y es que son casi como los neumáticos de mi existencia: si uno se rompe en mitad del día quedo impedido de navegar por el mundo. Así de dramático es. Incluso si tratara de caminar a tientas, terminaría con la cabeza machacada por el esfuerzo de alinear lo borroso.

Tanto es así que nunca que siempre he temido ser sorprendido por la lluvia sin llevar paraguas. En tal caso, el cristal empañado me convertía en un inválido urbano, incapaz de distinguir la micro que me lleve de vuelta a casa, agüando con ello todo intento de expresar la omnipotencia del profesional capitalino.

Todavía pienso que los superhéroes siempre escondían su identidad de atleta bajo sendos cristales. El defecto ocular siempre se asociaría con haberse quemado los ojos por la televisión o los libros, al ser ratón de biblioteca; nunca con haber caído desde un árbol creyendo ser Tarzán o haberse golpeado en un juego de rugby destilando testosterona.

Como buen marica, los ademanes son aquello que delata. Por eso nunca soporté que, alguna vez, una mujer envuelta en cannabis pensara que trabajaba como informático en alguna institución solo por el aspecto de mis gafas. Está bien, reconozco que tener ese razonamiento la volvía más miope que yo mismo, pero en lo nebuloso de su imagen había sido sindicado como afiliado al gremio con menor fashion sence de toda la creación. Y con ello, con las menores habilidades para comunicarse estéticamente y usar el cuerpo en una estrategia de seducción.

Ante mi profunda desazón, mi buen amigo Boris sugirió sobreponerme a costa de mi billetera y compar un par de anteojos con actitud y propuesta. Mal que mal, casi nunca me los sacaría. Y tenía razón. Esta miopía simplemente no podía no tener correlación con nada; no podía ser solamente usar anteojos. Porque si ya me gustaba complejizar la mirada del mundo con la cabeza, mis anteojos, los que me permiten ver fuera del cráneo, deben complejizarse también.

La historia de mis lentes ha sido la historia de mi presupuesto y de mi desenvolvimiento en el mundo. De pequeño los elejían mis padres que se empeñaban en vestirme de niñito-bueno-futuro-estudiante-de-teología. De profesional, pude comprarlos más caros, pero sin correr riesgos estéticos, asumiendo que no tenía nada que proponer con el cuerpo. Ahora, más valiente y decidido, estoy dispuesto a correr el riesgo patrocinado por Yves Saint Laurent, en plan "anteojos todo el rato" u "orador de los años setenta". Todo con tal de declarar que mi cuerpo es parte integral de lo que soy, pitidez incluída.

Vaya a saber uno que cosas podré mirar entonces desde este nuevo lugar existencial.

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