martes, 2 de marzo de 2010

Terremoto

Me faltan sensaciones para poder empatizar con todo lo que aconteció en mi país ese sábado de febrero. Porque podemos tener memoria de lo que significan los remezones del suelo y podemos pretender que la tierra decidirá mantenerse quieta para garantizar el florecimiento de nuestra civilización; pero basta un par de eternos segundos para que todo lo que hacemos se congele en una respiración contenida, en un grito que se arranca o en un terror que se racionaliza para pensar que todo volverá a permanecer como estaba, que los vasos volando por el aire son sino un malabarismo de la naturaleza.

No hay manera que pueda sentir con aquellos que les tocó estar aquí y sentir que la vida se desvanecía, qué más bien valía la pena despedirse, que era mejor no llorar pensando en el hijo que vivía encaramado en un catorceavo piso. Qué cosas pasan por la cabeza en esos instantes, qué cosas hacen que los recuerdos se aferren a la geografía, que quieran adelantarse a la oleada de espanto que sobreviene cuando ese temblor que les levantó de la cama decide ponerse más serio.

Cómo adivinar antes de acostarse que las piedras jugarían tan mala pasada. Cómo olvidar que las rocas tienen memoria y hay veces que quieren recordar su presencia desnudando los cimientos de la vida. Por allá los vasos se quiebran al unísono, por acá el vino compartido en la velada de hermanos y primos se convierte en un helado río de sangre. Por acá una mujer que busca a Dios encaramado arriba en el cielo, allá donde no tiembla, allá donde parece que no alcanzan las súplicas, allá donde parece que el Señor está mirando para otro lado, acaso intentando atajar el mar, ese que se acerca, ese que mariconamente decide revolverlo todo en la oscuridad.

Pero acá dentro la ciudad se estremece y doblan las campanas por última vez. Como si estuvieran despidiendo a los muertos, antes de rendirse ante la tierra y caer al suelo. Como si quisieran silenciar las alarmas, que con toda su modernidad no hacen sino acrecentar el terror y el aullido de “en el cielo nos vemos”

Y yo que me acostaba cada noche con una linterna en la mano esperando la catástrofe. Yo que seguía las recomendaciones ante emergencias. Yo que me creía más preparado que el vecino y al final el terremoto me pilló fuera, desnudando la angustia que sintiera por estar lejos, por no poder saber cómo estaban quienes más amara. Y la memoria acapara todos los videos y sonidos de gritos y conmoción, de mujeres llamando a los niños, de padres gallardos buscando detener la naturaleza.

Me faltan sensaciones para empatizar con mi ciudad. La tierra me sostiene seguro y quisiera que así fuera para siempre, para mi y para todos. No queremos más amenazas bajo la tierra, no queremos más adobes caídos para forzarnos a levantar la moral. No queremos más banderas rasgadas para cuidar los colores de la patria.

De seguro habrán más terremotos si sigo vivo, pero ninguno será como este.

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