domingo, 28 de marzo de 2010

La evasión

De tanto mirar las cicatrices de mi tierra, de tanto asistir a eventos donde la conversación solo giraba en torno al terremoto. De tanto recordar lo lejos que estaba la puerta para todos aquellos que el sismo despertó, de tanto esperar la próxima réplica para cumplir con la estadística, de tanto extranjero conocido que celebraba su graduación como chileno tras el remezón. De tanto ahondar en estas cosas llegué a sentirme un poquito excluido de toda la experiencia en cuestión.

Mal de mi, lo sé. Mal porque se me pasaron las ganas de ser empático (como manifesté en una columna anterior) y volví a revolcarme en un dominio egótico bastante desolador. Mal de mi, que me enrabia ese suceso que definitivamente hermanó a todos quienes lo vivieron: nada se compara a la inminencia de la muerte y el sentido de comunidad arquetípica que de ello se desprende.

Yo estaba durmiendo tranquilo en el Uruguay mientras mis papás se despedían de este mundo, mi hermano se columpiaba en la escalera de un piso 14 y el menor quedaba medio ciego por la explosión de un transformador. Y así como son las cosas, es normal que aquella tragedia con el tiempo se vaya endulzando, que se construya el olvido de rigor y que las anécdotas adquieran un sentido heroico.

Entonces, ante esos relatos que vendrán, me quedo sin palabras, sin nada que contar. Y yo que quiero ser super consciente de las cosas, me veo impedido de funcionar como víctima, como damnificado o como sobreviviente. No hay una palabra o categoría que me describa.

Y siento rabia por no poder ser uno más. Y siento rabia por estar enrabiado. Y siento que es tan recursivo este sentimiento, que es tan profundo el hoyo o tan enredado el laberinto, que no habrá nadie que lo pueda entender. Así de sencillo en su revoltura.

Y de repente me acuerdo de mis hermanos colizas. De la analogía entre mi conflicto y la tensión frente al heroismo ajeno cuando se siente la propia vida enajenada. De la nula relación entre las ruinas de algunas casas de familia y la decadencia maraca de nuestras fiestas criticadas. Del pueblo sufriente al lado de lo viciosos que somos en nuestro desenfreno. De como resulta tan fácil trazar una linea, que es más profunda que las grietas del terremoto, cuando toda la verdad y la experiencia están de un lado, y la tontera, el demonio y el sin sentido están del otro.

Y de repente me acuerdo de que es tremendamente posible estar tan enojados con la exclusión, tal cual los que no vivimos el terremoto y no podremos nunca saber cómo fue. Y es tan grande la distancia, tan grande la fisura, que si nos dicen que nunca comprenderemos del todo como funciona la vida, no podemos perdernos el lujo de tener permiso para ser un poco frívolos y escapar de esa condena.

Tiembla en mi cabeza por el deambular de tantas ideas y de otros ejemplos que podrían ilustar esto. Pero no quiero saber más de terremotos ni quiero recordar el castigo social por ser un poquito disipado. Quiero evadirme con las luces del neón rosado un rato y capturar el cielo que prometen las divas de la disco, a ver si de una buena vez comprendo como se siente la hermandad marginada del homosexual excluido. ¿Qué hacer? Quizás solo dejarse llevar por la música otra vez.

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