viernes, 27 de febrero de 2009

Música compartida

Como no me bastó el descanso militar de este verano, decidí terminar estos días de vacaciones con una renovación doméstica total. Falta tan poco para mi cumpleaños que definitivamente debía tomar cartas en el asunto de tener la casa implecable.

Para viejos basta conmigo y no quería competir con la pintura. Entonces comprado el esmalte comencé la ardua tarea de renovar las paredes de cubículo. Tantas porquerías que guardo en la casa, que nunca pensé que demoraría más en desorganizar los muebles que en aplicar pinceladas. La fantasía primera decía que esto debía ser como neoyorkino, con música soul de fondo y yo con pinta de maestro-objeto-sexual. O la alternativa más snob era pasar el rodillo fruncido y afrancesado con un tazón de Nescafé en la mano y la mina al lado con cara de querer ensuciar la pintura.

Pero ni lo uno ni lo otro. Menos mal que tengo sentido de realidad como para percatarme que estaba en pleno verano y mi look distaba de estar limpio. Chorreaba pintura hasta por las pestañas (lo siento mamá no tengo otra manera de decirlo) y había manchas blancas suficiente como para pensar que a la alfombra le habían salido canas.

Lejos de la fantasía, bufaba como camello seco. Mis brazos se hacían más cortos con la frustración de sentir que no terminaba nunca y con la culpa de reconocer que nadie me había mandado a hacer semejante tontera al final de mis vacaciones. Entonces, cuando pensaba que ya nada podía ser peor, comprobé que frente a mi edificio la Universidad vecina había decidido renovar su fachada detrás de andamios que se tejieron como telarañas.

Y en medio de esos una cuadrilla de tres maestros que terminaron seis pisos en menos tiempo que lo que demoré en cubrir mi dormitorio. Y es que estas técnicas requieren capacitarse como corresponde. Yo, en un arranque infantil, me dejé llevar otra vez por las imágenes de comercial que engrupieron mi adolescencia impotente, creyendo que era cool algo que definitivamente es una pega de mierda.

Si no hubiera sido por las canciones que pusieron los pintores a todo tarro, me hubiera quedado masticando la rabia. Quizo la fortuna que eligieran un repertorio kitch que sería algo así como el lounge de una fiesta Blondie. Y bueno, recordé que esa era la música que sonaba los domingos cuando mi papá pintaba la casa. Tardaba varias semanas el viejo, sobre todo para alcanzar esos techos donde cabían dos pisos. Y entretanto nosotros aprendíamos a ayudar.

Si el papá pintaba la casa para la familia, definitivamente encontraba motivos para extender una jornada que a mi me parecía un suplicio. Pero eso es por egoísta y no querer compartir el departamento con nadie más. Si me renovaba para pavonear mis posesiones ante los compañeros, no había aprendido nada de la vida en este último año.

Digo por enésima vez que las canciones viejas tienen su cuento. Vuelven a un estado basal donde se puede entender el presente de otra manera. Mi pintura blanca es como el telón psicoanalítico donde proyectar estos videos que ahora domino con la gracia de youtube. Cuando chico tenían todos los significados posibles, ahora me salvan en la desgracia... lo que se aprende en la casa sirve para siempre.

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