martes, 5 de diciembre de 2006

Final de baile

Vi y disfruté la final de "El Baile" de TVN. Si, lo reconozco. Y no fue porque estuviera aburrido y no pudiese navegar entre los otros sesenta canales que el cable me ofrece. Hay algo en particular con este programa que me hizo enganchar y seguirlo los últimos cuatro capítulos.

Ahora bien, si uno indaga un poco más en los créditos y compara con otras ofertas de la parrilla internacional, claramente este asunto de los bailes de salón se ha convertido en una especie de moda. Y en ese sentido, ni TVN ni Canal 13 han hecho mucho mérito en lo que creatividad se refiere. Es más, ahora la demanda por aprender pasos en academias establecidas se ha incrementado notablemente.

Leyendo la prensa a la mañana siguiente, todo el mundo señalaba orgulloso la plasticidad que habían adquirido los protagonistas de la final: Pato Laguna y Juvenal Olmos. Y debo confesar que éste último merece todo mi reconocimiento en cuanto sin proponérselo, consiguió lo que muchos en el medio farandulero no consiguen: reconvertirse y ganar admiración por solo aparecer.

En este sentido, la presencia del cuerpo resolvió toda la animadversión que sus discursos de técnico generaron en el 2005, traducido en un ofensivo canto popular. Y creo que en este nuevo cariño, mucho tienen que ver las mujeres qye aprecian sus movimientos de caderas como antesala del goce en la alcoba. Y convengamos que el tipo le puso empeño todo el rato. Porque la clave del baile es hacerlo engrupido.No obstante existen reglas fijas para determinados ritmos (el merengue y la salsa suenan a lo mismo, pero exigen coordinaciones diferentes) existe un límite donde uno se deja llevar por el sonido y el cuerpo responde al ritmo con asombrosa plasticidad.

Es más, para cualquier sujeto normal, mientras no intente ser un maestro o no piense que todo el mundo lo está mirando, la garantía de pasarlo bien es segura. Lo digo con uso de razón y con resultados aprobados. Por eso logro comprender que la discoteca gay es particularmente neurótica en ese sentido, porque indeclinablemente uno baila para llamar la atención. Y por eso suelo tropezar más que aquellas veces donde jugando al burgués en los matrimonios, la chica de turno me ha ayudado a dar vueltas menos mariconas al son de una melodía dominicana.

Y cito al burgués recordando las columnas que Pedro Lemebel escribiera hace dos semanas en La Nación Domingo. Claro que él lo hizo impelido por la necesidad de criticar el angustiante olvido chileno que observaba los pasos almidonados de Paty Maldonado o Raquel Argandoña, celebrando idiotas la danza de un par de arpías. Y es que los asesinos también pueden danzar. Y que decir del afirulamiento de Jordi, que al menos es más digno y honesto que el besador de la Olivarí.

Pero al igual que en el caso de Olmos, convertido por los medios en un “cuarentón rico”, puedo descifrar ese gusto por moverse y poner en suspenso el discurso por un rato. Es cierto que al bailar uno se olvida del trabajo o de las cuentas pendientes y adquiere una luminosidad particular. Así se recupera la función ritual que el baile adquiere en todas las culturas, que en nuestro caso es poner al centro el cuerpo en sí mismo. Porque ya no pedimos mejores cosechas, mayor fertilidad para nuestras mujeres (bueno a veces si) o simulamos la caza de un animal salvaje. Ahora nos ponemos nosotros mismos, entre anulando y promoviendo la individualidad sobre la pista. Y las canciones de fondo dan para todo sea rumbeando para acalorar al prójimo o robotizando la existencia dentro del loop tecnológico de la electrónica.

Y al igual que la vida, este oficio de presencia y ausencia se puede cultivar y darnos más de un placer.

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