sábado, 14 de julio de 2007

Temor a la oscuridad

Esto es algo nuevo, considerando el lugar en que resido. Abandonar la casa cerca de la medianoche para adentrarse en las luces titilantes de las torres del centro, ir un poco más allá quizás; quedando al descubierto todos aquellos temores que se despiertan antes de dormir.

La casa sola, la estufa apagada, la botella de vino vacía. La gotera en la cocina que nunca he querido arreglar. Y el compás silencioso de todo eso cuando se oscurece el cuarto, cuando ya no hay otro sujeto alrededor. Sacar la nariz afuera es como morirse del frío. Y la voluntad se enlentece confiada en la humedad que se instala en el cuerpo. Luego me quedo dormido confiando que al día siguiente algo se esconderá entre las torres del centro, como cualquier otro mortal de esta ciudad.

Y el aviso de nieve en el portal de meteorología. Si hubiese sabido que este año iba a llover tan poco, pero que todo se congelaría me hubiese abrigado más temprano. Me hubiese quedado en casa para salvar el hogar, para tener la cocina prendida ¿No es acaso esa la conducta de un hombre de familia? El mismo que creció asociando sopaipillas con la lluvia chilena, que viajaba utilizando un atlas desvencijado mientras la nana calentaba la tetera.

Cuando la habitación queda a oscuras puedo añorar el negro hollín de la salamandra que calefaccionó mi niñez. La casita con ventanas chicas, en un barrio que hoy sucumbe a la demolición. El modernismo del plexiglass, la búsqueda de morada mirando al norte, la madera con patas de acero comprada por internet nunca fueron una fantasía de tarde lluviosa. Menos aún la nieve. Menos aún la imposibilidad de transferir lo que se siente cuando llueve y está oscuro.

Y no es que tema a los truenos, ni a los fantasmas que pueden residir en cada alcantarilla y callejón de la ciudad vieja. Lo que desconozco es la manera de satisfacerse apagando todos los sentidos, todos los juicios, suspendiendo las conversaciones, olvidando la oración que rezo cada noche. Qué hacer si despierto sobresaltado estando todo oscuro, y con mi padre durmiendo tres comunas más allá. Qué hacer si compruebo que la melancolía ahora es otra.

Y se me olvida que las nubes amenazantes y ennegrecidas son blancas por afuera. Es cosa de subir al avión y así verlo. Dice un cuento por ahí que la nieve la inventó Dios para engañar al diablo que reclamó para sí todos los objetos negros de la creación. Pero el mismo Dios sabe que esa frazada de su regocijo se desvanece. Lo mismo ocurre cuando solo, antes de dormir, recuerdo mi respiración tibia y el color negro que me rodea. En esa realidad, no hay temor que pueda seguir viviendo.

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